lunes, 16 de diciembre de 2013

Perros de Santiago

Casi todas las referencias que tenía de Santiago de Chile (incluso de los propios chilenos) me hablaban de una ciudad contaminada y superpoblada, no apta para usos turísticos, por lo que no tenía grandes expectativas (eso ayuda mucho).
Pasado el susto en una oficina de cambio en la calle Agustinas, donde un empleado, entre apurado y divertido nos mandó meternos a un cuartito para que nadie viese cuántos pesos estábamos comprando y no nos diesen el palo ("entren, entren, que los van a ver"), avanzamos hacia la plaza de Armas, donde nos encontramos un gran ambientazo, con grupos bailando la cueca, el baile popular chileno oficial, por todas partes, un derroche de tipismo que supusimos habitual.











Sin embargo, tanto baile y jolgorio se debía a que estábamos en septiembre, que es el mes de las fiestas patrias en Chile. Estas fiestas son los días 18 y 19, a los que se pueden sumar el 17 y el 20, dependiendo de en qué día de la semana caigan los festivos. El día 18 se celebra la independencia y el 19 está dedicado al ejército. En un principio, nos pareció pintoresco, interesante, está bien esto de la cueca, banderas chilenas por todas partes (es obligatorio, bajo pena de multa, colocar la bandera en las viviendas), fíjate qué casualidad... Confieso que tres semanas más tarde estaba algo harta de pañuelitos blancos al aire, que no se me ofenda nadie, simplemente no soy muy folclórica.






A veces el bosque no te permite ver los árboles... Los bailarines, los puestos callejeros, tardé un rato en notar la presencia de la población local canina: perros somnolientos, perros apagados, perros con la mirada perdida, la mirada más triste que he visto en un animal. Tumbados en cualquier sitio, como el suicida al que ya no le importa nada, ni a nadie, ¿es un espejismo que sólo yo puedo ver?

También ellos nos ignoran a nosotros, los bípedos. No se acercan a pedir comida ni compañía; estos perros santiaguinos parecen orgullosos en su soledad. En otros lugares de Chile vi a sus colegas, en San Pedro de Atacama, en Rapa Nui, más humanizados, ejerciendo de guías, en grupos, pidiéndote el helado o simplemente eligiendo turistas con los que pasear.

Santiago es diferente. Aquí hay dos mundos, y ellos viven en una esfera paralela, con sus jerarquías y su organización. En el cerro de Santa Lucía creí ver un afortunado que aún no había sido expulsado del paraíso: se protegía del frío con un abrigo, este tiene amos, pensé. Al acercarme vi que el abrigo estaba raído, y fue aún más triste que los demás. Sus ojos más perdidos, con ese rencor que habla de traición. 

Buceando por la red aparecen cifras descomunales: 500.000 perros abandonados en Santiago, 1.000.000 en todo Chile. Ataques, mordeduras, perros vagos, les llaman. ¿Cómo habría que llamar a quienes les echaron a la calle? 

































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